Desde que entendí que la soledad no siempre es ausencia,
sino a veces compañía sin testigos.
Una versión mía que camina a mi lado, pero no siempre me mira.
No sé cuándo empezó.
Tal vez cuando me di cuenta de que ya no esperaba que me esperaran.
Que aprendí a traducirme, pero nadie estaba leyendo.
Y que todo lo que decía en voz baja
lo pensaban otros en voz alta sin miedo.
He estado caminando sin saber si me acerco a mí
o si solo doy vueltas alrededor del mismo punto.
“¿Y si nunca me fui de donde me perdí?”
Todos parecen tener prisa, dirección, claridad.
Yo solo tengo pausas.
Me detengo más de lo que avanzo.
Y hay días en que solo me sostengo.
Y eso ya es bastante.
“¿Quién decidió que estar rota es fracasar, y no simplemente seguir existiendo?”
Hay cansancios que no se curan durmiendo.
Cansancios que son del alma.
De esperar comprensión en espacios donde siempre tuvimos que explicarnos.
De sobrevivir con la voz temblando
porque sabés que, si te mostrás por completo, alguien se va a ir.
“¿Cuánto amor propio se necesita para dejar de buscar aprobación?”
“¿Cuántas versiones de vos tuviste que abandonar para que alguien se quedara?”
Ya no corro.
No por falta de ganas,
sino porque entendí que correr me alejaba de lo que más necesitaba:
quedarme.
Hoy solo camino.
Con lentitud.
Con cautela.
Con las manos llenas de lo que ya no entregué.
Y con la esperanza, mínima pero intacta,
de que en algún momento me alcance.
Yo.
Con todo lo que aún no me perdoné.
“¿Y si el hogar no era un lugar ni una persona, sino la forma en que una se trata cuando ya nadie más está?”